-
¡Acompáñame!
-
Pero ¿a dónde vamos?
-
A un casting para un concurso de televisión
- ¿Qué dices? ¿estás loca?
-
¡Vamos, que llegamos tarde!
Yo, con una mano agarraba su brazo
y con la otra a mis locuras (sí, en plural). Ella se dejaba agarrar y asomaba
la cabeza hacia adelante para comprobar que seguía siendo yo. Esa loca.
Las observaba, no se vayan a
creer que no lo hacía, ella observaba aquel revoloteo de ocurrencias y locuras entremezcladas
en mi cabeza y que de vez en cuando, muy en secreto, me atrevía a contarle. No
toda compañía es merecedora de esa gran reserva mental que cada persona posee.
Con ella no había línea divisoria, ni restricción alguna al contenido. Era como
un “pase y sírvase”.
-
¿y como dices que se llama el concurso?
-
“Ahora caigo”. Es nuevo y tiene pinta de ser super
divertido.
(su risa) puedo oírla mientras
escribo.
Llegamos. Hotel NH de Alicante,
mayo de 2011.
Si digo que los nervios no me
devoraban mentiría como una bellaca, pero no me daba tiempo a prestarles
atención. Nada más llegar comenzó a hacer amigos. Sí, ella, yo no. Ella tenía
esa gran capacidad. Era impresionante. Yo le decía que era ese aura tan bonito
que la rodeaba y aunque hay personas que son incapaces de ver esa irradiación
luminosa, con ella ya tenías que sufrir de una gran miopía empática y
astigmático del duro para no percibir aquella luz. Era como una especie de
apertura a la confianza. Llegaba y, con esa peculiaridad en su mirada, cualquiera
que se cruzara con ella ya habría sido eclipsado por la sensación de conocerse desde hace mucho.
-
Me llaman, espérame ¿vale? Cuando termine nos
vemos aquí.
Estaba plenamente convencida de
que cuando terminara aquella especie de test – grabación – conocimiento – Wikipedia
en el que había decidido embaucarme así a lo loco, ella
estaría al otro lado esperándome y hablando, vete tú a saber con cuántas
personas y todas ellas encandiladas por esa metódica manera de hacer flotar las
palabras al mismo tiempo que las manos. Con sonrisa. Siempre son sonrisa.
Y no me equivoqué.
-
Ya estoy. He pasado el filtro. Me voy a Madrid a
participar. No me lo puedo creer. (Esta parte la tienen que imaginar, para los
que me conocen, con esa intensidad emocional con la que prácticamente lo vivo
todo. Como esa adulta aniñada que soy).
-
¡Ay, Celia! (Esa “C” muy pronunciada y
marcada con el asomo de la lengua entre los incisivos superiores e inferiores).
Menuda experiencia vas a vivir. (Esta parte la tienen que imaginar, para
los que la conocen, con esa intensidad emocional con la que compartía la alegría
de los suyos).
Y, efectivamente, eso era en lo
único en lo que, al igual que ella, yo pensaba: Menuda experiencia.
Otros me hablaban de "la pasta", ella y yo hablábamos de la experiencia.
Y, además de toda las anteriores, siguieron viniendo otras. Muchas
otras experiencias. Las suyas, las mías, las buenas, las malas, las vividas simultáneamente,
sus ganas, las mías, su ilusión, la mía, el “no pudo ser”, y el “yo tampoco”. Y
seguimos, seguimos hacia adelante, unas veces sonándonos los mocos la una a la
otra y otras tantas llorando de la risa. Puedo decir, muy orgullosa de ello, que si ha
habido alguien en mi vida partícipe en todas y cada una de esas experiencias
libremente decididas, era ella. Cuando había que reír se reía, y cuando tocaba estar seria, era lo que tocaba.
Le mandaba la foto de todo lo nuevo que me acontecía, de mis locuras, de mis alegrías, y me escribía: "Olé mi niña!!! Emoticono emoticono emoticono emoticono".
Y luego llegaba la quedada. ¿No les parece hermoso?
Yo se las contaba como si hubiera descubierto la fórmula de la
coca-cola. Como aquel niño que reclama la atención con ese "¡Mira lo que hago!". Se pueden imaginar. Y ella me miraba con esa felicidad. También se
pueden imaginar. Una felicidad a la que no le puedo añadir adjetivo alguno
porque no encuentro el que le encaje. Conste que lo he intentado. Una felicidad
“de verdad”. No sé si podrán entenderlo.
Y ahora viene la parte fea de
esta publicación. O no.
Nunca he tenido una paciencia “estalactita”
como la llamo yo. En eso estoy totalmente de acuerdo. Pero cuando el dolor
alarga y la entropía aumenta, toca pararse. Y una toma conciencia de ello y se
para. El tiempo que sea necesario.
Recuerdo que hace dos semanas,
cuando llegaba a casa o tenía esos momentos en los que me sumergía en una
especie de agitación de ideas de mal augurio (lo voy a llamar así) hasta alcanzar
el estupor, de pronto me ponía a cantar. Cantaba cualquier cosa, lo que fuera, pero en mayor medida cantaba "eso que tú me das".
Yo canto fatal. Ella también (digo también porque el que me conoce lo sabe
perfectamente) me lo decía:
-
Celia, por favor, qué mal cantas. (Juro
que parece que la oigo mientras termino de escribir esa (su) frase).
Y a mí me entraba la risa. Esa
risa que te quita todos los males porque no había mayor verdad absoluta en
aquellas palabras. Qué mal canto.
Y es que canto tremendamente mal.
Pero una cosa es cantar cuando estas feliz siendo consciente de tus
limitaciones pasando por alto las mismas y otra cosa, bien distinta, es ponerte
a cantar de forma inconsciente. Y mientras cantaba no la escuchaba decirme lo mal que lo hacía y eso todavía me generaba más angustia. Eso solo significaba una cosa: había llegado el
miedo. Si hay algo de lo que se nutre el miedo es del silencio y a mayor
silencio, mayor miedo y si se rompe ese silencio a través del canto, el miedo
va menguando (o eso creo yo), al menos mientras dura la angustiosa melodía que hace de vanguardia.
Y yo cantaba porque tenía miedo.
Miedo a que todo lo que estaba aconteciendo fuera real.
Por eso en las películas de
terror, el director procede a aglutinar el silencio, la
soledad y la penumbra. El menú exquisito para el miedo. Ese miedo también
llamado realidad. Listo para servir.
La música a un solo instrumento es
para aumentar el bombeo de la sangre. En las películas, digo.
Y así estuve durante una semana,
cantando como cual desequilibrada mental con tal de no enfrentarme a la
realidad. Porque la realidad es erinia, es ruido, es caos. Y yo no quería
ponerme frente a todo aquello. Ponerme delante de la verdad, si eso existe, era
admitir que lo que estaba pasando, estaba pasando. Yo prefería cantar, para esconderme ( y por si venía a decirme: Celia, por favor, qué mal cantas).
Después me rendí a la aceptación de
ese caos y a partir de ahí me instalé en la frase "si llego".
Y mientras vivo esquivando todas
y cada una de las ganas por no aceptar lo que ahora toca asimilar, me pongo a
recordarla. Le escribo. Le hablo. Le cuento todas las experiencias nuevas que
se me han ocurrido y le digo que espero su: Ole mi niña junto con los
respectivos emoticonos.
También le digo que, si llego, seguiré llamándole por su
cumpleaños porque eso de mandar un mensaje “a secas” es muy inamistoso. Menudo valor le doy yo a la amistad.
Este Halloween, si llego, no sé si haré un vídeo, pero si lo hago, también lo
veremos juntas, como los anteriores.
Unos días antes de año nuevo, si llego, me pondré a preparar
ese mensaje personalizado para ella y se lo haré llegar el 31 de diciembre, si llego, como
cada año, sin perder la costumbre ni las ganas.
Volveré a grabar un vídeo cantando
la canción de “Eso que tú me das”, si Jose se deja convencer, y que aquel 5 de
noviembre de 2021 le hice llegar y que tanto le gustó.
Todo eso, lo volveré a hacer, amiga, si llego, claro que sí. Porque de todo eso, que
no es poco, trataba nuestra amistad. De todo eso y de mucho más. Y es tan
bonito, es tan hermoso, es tan nuestro y es tan mío, para siempre y para el resto de
mis días. Esa (esta) es otra experiencia más que jamás hubiera querido contar(te).