Cuarenta y más de la mitad a tu lado…
¡Oye! ¡Qué son cuarenta!
Y desde los 18 me viste cumplir todos y cada uno de los
posteriores.
Cuarenta ya, ¡madre mía! - Y tú: pero si eso no es “na”
En mis cuarenta te dije que había tomado la decisión de celebrar solo aquellos que lleven el cambio de dígito. Me creí con el derecho y la seguridad de que ambas estaríamos para entonces.
Qué decisión más
estúpida.
No sé los que me quedan sin ti. Solo sé que los que vengan,
serán sin ti. Eso es lo desgarrador.
Tuviste cincuenta maravillosas vueltas al sol y en más de la
mitad estuve contigo. No estaré en ninguna más porque ya no estás.
Como de relativo es el tiempo ¿verdad? Cuando eres un mico el
tiempo pasa más despacio y se tarda más en cumplir años. Los 16 tardan un
montón en llegar y los 18 ni te cuento. Esa vuelta al sol es más lenta. Digan
lo que digan, estoy convencida de que es más lenta. Los veranos son más largos
cuando tienes 10 años que cuando tienes 30.
Llega una determinada edad en la que todo comienza a girar a
una velocidad brutal y, sin darte cuenta, sobrepasas los 40. En un chasquido.
Es como cuando de pequeña veías las distancias, esa mesa que
te parecía enorme con 10 años hoy te
parece justita para cuatro. Y lo lejos que estaba el colegio para ir andando (a
dos calles de casa).
Supongo que el olvido aniquila el recuerdo y cuando nos
hacemos adultos nos olvidamos de todo aquello que nos hacía feliz durante la
infancia. O lo que es peor, olvidamos nuestra existencia o tal vez pasamos a convertirla
en ficción. En esa vida que, en realidad, queremos vivir y que no tiene nada
que ver con la que vivimos. No lo sé. Solo sé que aquellos recuerdos que tenía
cuando era niña ya no están. Esos
recuerdos han ido desapareciendo a la misma velocidad con la que se cumplen
años al pasar el umbral de la infancia.
Y no se puede no olvidar. Me refiero a que no puedes decirte “no
olvides esto ni aquello” porque el cerebro es mágico y se va adaptando al día a
día, para no dejarnos anclados en el pasado. No querer olvidar es no querer
pasar el duelo. Olvidar es doloroso. Y yo no quiero olvidar.
Había pensado en convertirme en tu relicario, pero sé que te
enfadarías. ¿Para qué ibas a querer tenerme como relicario? Y más a mí, que lo
vivo todo con esa intensidad y vehemencia. Sería algo muy pesado. Me da miedo
olvidar, por eso lo del relicario.
Es verdad que me he creado un pensamiento consolador en el que
mantenemos grandes conversaciones. Creo (pienso) que hablas conmigo. Pero
después de darle vueltas y vueltas, eureka, ya he descubierto lo que estamos
haciendo. Tú y yo. Juntas. Una vez más.
Miro esta foto y me parece que fue ayer. Tu abrazo y tu beso
me dice todo lo que tenías para mí. Mi expresión me dice que era increíble que
todo eso fuera para mí. Y, joder, cómo te echo de menos ya. Y digo “ya” porque
ese adverbio indica un tiempo pasado y “ya”
me he dado cuenta de que es incalculable, indecible, lo mucho, muchísimo que me
queda por echarte de menos. Aún, con acento, puedo sentirte “físicamente” tras
mirar esta foto y cerrar los ojos. Te juro que el recuerdo es tan nítido que
puedo hasta olerte y ahora viene lo mejor, sonrío. Cuando todo esto ocurre,
sonrío al mismo tiempo que te siento y eso es hermoso. La magia del cerebro. Mi miedo a que
se vaya.
Este sufrimiento que me ha quedado desde tu ausencia está encontrando
su transformación a través de las palabras escritas. Que esta dolencia acabe
convirtiéndose en algo hermoso. Esa es la fórmula. Porque en eso consiste el
arte de escribir, más allá del talento, las ganas y la constancia. En crear una
emoción que te acerque al concepto de belleza. La transición del dolor, para el
que escribe, siempre para el que escribe con el fin de calmar ese agujero negro
que genera la pérdida. La oscura ausencia. Sin luz.
Para que cuando el efecto proustiano genere el zambombazo del
recuerdo, justo ahí, no sé si en las tripas o en la garganta, pero es eso que
te deja sin aire y se va hundiendo hacia adentro, vacío, negro. Cuando llega esa
explosión, ese es el momento de transformarla en algo hermoso e indeleble. Por
escrito. Porque lo escrito siempre queda. Y si siempre queda, el recuerdo va en
esas palabras y ya no habrá olvido que me deje sin tu recuerdo.
¿Sabes una cosa? El mundo no se ha parado a pesar de todo.
Sigue igual. Como siempre. Sé que mi mente aún no puede entenderlo porque tu ausencia
es solo mía. El dolor que provoca es solo mío. Seguro que en algún momento lo
entenderé, tan seguro como que mi corazón seguirá pasmado como lo está desde
aquella despedida sin palabras. Las despedidas a través de los hechos son las
más duras. Te quedas observando como si fueras imbécil porque no entiendes nada.
Poco a poco decides darle forma de “adiós” sabiendo que no es así como debió de
ser. Y lo escribes, para salir antes de esa imbecilidad.
Más de media vida a tu lado y ahora no sé cómo van a ser
todas esas cosas que siempre eran contigo y que ya no lo serán.
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