martes, 1 de marzo de 2016

¿SABIA USTED QUE LAS “NEURONAS ESPEJO” MUEVEN EL MUNDO?

¿Saben de esos días en los que el despertador es un rayo de sol entrando por la ventana? De esos en los que te despiertas lentamente mientras tu cerebro va poniéndolo todo en su sitio? Qué día es hoy…tengo que madrugar?...ummm…cinco minutos más…

Así fue como desperté aquel día. Un día de emoción. Quería celebrar algo importante y lo iba  a hacer. Uno de esos días donde hay que subirse a los tacones, preparar todo un arsenal de maquinaria y pintura para que el resto del mundo de vez en cuando crea que una es más bonita por fuera de lo que realmente es por dentro, y eso, aunque ustedes no lo crean, a las mujeres, llegada  una determinada edad nos va importando menos y costando más, esto se debe a que en esa edad nos sentimos tan seguras de nosotras mismas que no necesitamos ningún tipo de disfraz ni de pintura para saber quiénes somos, porque el hecho de  saber quién es uno mismo, sólo debe de importarle a uno mismo,  y eso, insisto, a las mujeres es lo que nos hace todavía más atractivas. Nuestra seguridad, y esa seguridad, confíen en lo que les digo,  se manifiesta hacia el exterior, físicamente me refiero, con un resultado de sentirnos y hacernos  más bellas. Tras lo expuesto,  queridas amigas, cuánto antes atrapen esa seguridad, antes dejarán de lado ciertas tonterías, cuando una encuentra “la seguridad” su vida deja de girar alrededor de lo que los demás hagan, piensen, o digan, porque simplemente nos importa un pepino y porque al fin  y al cabo ¿a quién le importa la opinión de los demás?



Salí a comer. El restaurante elegido es un sitio 
que me resulta tiernamente acogedor. Me gustan sus cuadros, me gusta el espacio existente entre una mesa y otra, me gusta la bicicleta antigua que hay en la entrada, esas que tienen una rueda gigante delante y otra pequeña detrás. Me gusta el olor al entrar, huele a limpio y a comida fresca. Me gusta la barandilla de la subida a la planta de arriba, su color, ese tono de madera envejecida, me gusta,  y sus escalones, me gusta el color del suelo, me gusta la colocación de los estantes y soportes para el vino, perfectamente alineados. Me gusta la atención del personal. Me gusta la decoración de los platos, la forma de su presentación, me gusta que la cuchara del café tenga una forma distinta a la cuchara del café y me gusta que la taza del café parezca un vaso de plástico arrugado cuando en realidad es de cerámica. Me gusta el sonido de la comunicación del resto de comensales, es suave, bajito, no es molesto. Me gusta la persona que tengo a mi lado, quién me acompaña en la comida y espero que lo haga el resto de mis días. Me gusta disfrutar y poder alargar esa sensación de tranquilidad, de comunicación, me gustan las sonrisas de ese momento, las mías y las de él. Me gusta…y ¿saben algo? Cuando “la cosa” gusta, se disfruta mucho más.  (Restaurante descrito )

Al lado, justo al lado de nuestra mesa había una familia. No podía ver muy bien a la Señora que estaba sentada frente a mí. Su mesa era redonda y uno de los comensales no me permitía poder apreciar su rostro. A malas penas podía comprobar el motivo por el cual miraba hacia abajo (constantemente) mientras conseguía llevarse algo a la boca. El resto de familiares estaban con el móvil (por lo del efecto WALL-E que ya les comenté), se hacían fotos y se las intercambiaban entre ellos. Había un Señor, llevaba una boina, de estas que se llevan ahora como si fueran a montar a caballo. Tenía el pelo blanco, con gafas, delgado y ojos claros. Vestía una camisa blanca que asomaba su cuello por debajo de un jersey gris ceniza.  Él estaba pendiente de la Señora. Me olvidé de ellos. Seguí a lo mío, solo había sido un instante de “observación” que suelo tener últimamente. Debe de ser la edad, que cada vez me hace hablar menos y observar más y no se imaginan ustedes todo lo que se aprende cuando uno comienza a percatarse de los detalles de su alrededor. Hay cosas muy bellas, se lo aseguro, disfruten de esos detalles, háganme caso, no dejen de observar.  Poco después,  el resto de comensales que acompañaban la mesa de aquella Señora se levantaron (creo que fue en el intento de evitar pagar la cuenta, intento que efectivamente les salió redondo porque terminó pagando aquel Señor) de pronto y todos juntos decidieron ir al baño, lo sé porque les seguí con la mirada y la dirección indicada era acertadamente la del baño, quedando el Señor y la Señora solos en la mesa: él buscando su cartera y  ella, intentando terminar el postre. No pude dejar de observarlos, y comencé a notarlas: se iniciaba la puesta en marcha de todas mis “neuronas espejo” que tanto me traicionan en momentos tan delicados.
Sí, neuronas espejo. Búsquenlo en Internet si no les suena este tipo de neuronas, yo sé de ellas desde hace mucho tiempo como consecuencia de mi gran capacidad de empatización (eso es lo que se dice sobre dichas neuronas) que me hacía llorar por cualquier cosa que pudiera provocar un mínimo de tristeza. ¡He llegado a pasar situaciones tan embarazosas!,  por ponerles un ejemplo: estar en el cine viendo una película y tener que salir porque no encontraba consuelo siendo la expectación de todo el mundo. Con la película “El Sexto Sentido” mientras todos los espectadores estaban aterrorizados yo me encontraba llorando a plena lágrima porque me producía mucha lástima la situación de aquel niño. Ya se pueden imaginar el trauma que me supuso ver "Titanic". A fecha de hoy, el recuerdo de ciertas escenas de dicha película me sigue provocando el llanto. Situaciones que hicieron ponerme a buscar si lo “mío” era normal o me encontraba sin diagnosticar. Tranquilos, es normal, unos tenemos más que otros pero es normal. Son las neuronas espejo.
La Señora llevaba una camisa blanca combinada con una chaqueta (rebeca) roja. Se encontraba en una silla de ruedas. Su piel demostraba el paso de los años, pero aún así denotaba que estaba cuidada. Su pelo, tintado, tratando de esconder esas marcas blancas que tanto nos disgustan. Sus ojos eran marrones y a través de ellos se sabía que había muchas historias para contar. Ella intentaba comer el postre pero su pulso se lo hacía muy complicado. Mantenía una postura constante hacia un lado y con la cabeza ligeramente hacia abajo. El Señor la miraba con ternura, con una mirada de esas que se sabe que llevan muchos años cruzándose. Intentaba ayudarla, era él quien agarraba su cuchara, con afecto y con la mayor delicadeza se la acercaba para que pudiera disfrutar de ese postre. Ella no hablaba, sólo lo miraba. Lo miraba como si fuera lo más bonito que hubiera visto nunca. Él le sonreía. Ella le aceptaba la sonrisa y se la devolvía. Así, sin palabras, estuvieron inmersos en lo que a mí me pareció una larga  conversación a través de la mirada, aunque temporalmente solo fueran segundos,  y cuando ella terminó, él cogió su abrigo y se lo puso, como si supiera exactamente todas y cada una de las necesidades de la Señora, con la misma delicadeza que antes, una cortesía que jamás había visto. Lento, cuidadosamente, asegurándose de que estuviera bien abrochada en la intención de que no sintiera nada de frío justo al salir. Tocó sus manos, comprobó que estaban bien. La miró a los ojos. Seguían acariciándose con la mirada. Ella le asintió. Él le dio un beso en la frente. Un beso acompañado de una sonrisa y de un: “voy a estar contigo siempre”. Porque en ese momento esa era la manera que tenían de acariciarse, de hacer el amor, a través de sus miradas, sus recuerdos, sus besos y eso era lo que les mantenía tan unidos, tan cerca al uno del otro, tan enamorados y tan vivos. Una vez más. Mis neuronas espejo me traicionaron. Cuando quise darme cuenta,  mis ojos ya estaban llenos de lágrimas.  Miré a mi lado, y ocurrió algo que me pareció tan sorprendente y tan magnífico a la vez, sus neuronas (las de mi grata compañía) también le habían traicionado, se encontraba observando exactamente lo mismo que yo. Me miró, le miré y ambos nos comunicamos sin palabras, nos acariciamos sin tocarnos, nos abrazamos sin movimiento alguno. Un mensaje que sólo nosotros sabemos. El mensaje conocido a nivel mundial y que todo ser humano es capaz de hablar: El amor. Así es, el amor, lo que mueve el mundo, lo que ya he dicho en otras publicaciones, lo que he repetido una y otra vez a lo largo de mi vida. ¿Saben algo? ¿Saben lo que es el amor? Esto mismo que les he descrito: una mirada, un recuerdo, la nostalgia, una caricia a través de los ojos, las marcas en la piel de los años pasados uno al lado del otro, la manía de intentar ocultar las canas, un beso en la frente, la delicadeza al poner una chaqueta a alguien a quien amas, la ternura en el acto de ayudar para que la otra persona pueda disfrutar de un postre, las miradas, las conversaciones sin palabras, eso, queridos lectores, eso mismo, es el amor y eso mismo mueve el mundo, les propongo algo, si encuentra a esa persona con la que pueda comunicarse sin palabras, con la que es suficiente una mirada, con la que disfruta con el simple hecho de observarla, eso moverá “su mundo”, agárrese a “ese momento” y no se baje, disfrute del viaje, es maravilloso. 
Ahora ya sabe el motivo por el cual el ser humano es capaz de comunicarse sin palabras: Neuronas espejo. Por lo tanto, como cierre a esta publicación y  por una cuestión de silogismo les dejo con esta frase con la esperanza de que haya podido despertar en usted alguna que otra neurona espejo: si el amor mueve el mundo y las neuronas espejo son las transmisoras del amor, es claro que las neuronas espejo mueven el mundo, disfrute de ellas, y cuántas más tenga mejor. 

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